En Canadá, una gran inestabilidad política caracteriza los primeros años del Siglo XIX. Las persistentes tensiones entre Gran Bretaña y Estados Unidos, llevan a la guerra de 1812. Las relaciones entre los antiguos y nuevos habitantes de lo que había sido la Nueva Francia, continuaban difíciles. La lucha por el gobierno ocasiona una rebelión armada en el Bajo y en el Alto Canadá, durante 1837-38, suscitando movimientos que favorecían la independencia de la región o su anexión a Estados Unidos. En 1840, la promulgación del Acta de Unión, no logró remediar estos problemas, como lo testimonia el incendio del Parlamento de Montreal en manos de amotinados ingleses, en 1849, luego de la firma del proyecto de ley de indemnización (para los habitantes del Bajo Canadá que habían sufrido pérdidas materiales durante la rebelión).
Sin embargo, un fenómeno social aportaría repercusiones durables : el inicio del aumento considerable de la población como consecuencia de la inmigración que llegaba sobre todo, de Irlanda y de Escocia. Para muchos de los recién llegados, la inmigración era una desesperada tentativa para escapar de la miseria y la pobreza. Entre finales del Siglo XVIII y la década de 1860, la población de América del Norte británica se eleva de 250 000 a más de 3,5 millones de habitantes. Dentro de lo que actualmente es la provincia de Quebec, Montreal fue el lugar más afectado por la inmigración de entonces, pasando de 9 000 en el año 1800 a más de 58 000 en el año 1852. Su emplazamiento geográfico había hecho de Montreal el centro neurálgico de las comunicaciones y del transporte en Canadá. Su puerto se beneficia del auge de la navegación a vapor en momentos en que se esbozaba el transporte ferroviario. La mayor parte de la población trabaja en la industria maderera o de la construcción y en las nuevas fábricas, para responder a sus necesidades.
Las privaciones que los inmigrantes habían conocido en su país de origen, y las condiciones muchas veces terribles de su travesía, los transformaron a veces, en inocentes portadores de enfermedades que se propagaron dentro de la población, como el cólera en 1832 y el tifus en 1847.